domingo, 29 de enero de 2012

Nuevos continentes

Esa noche caminamos otra vez las cuadras recorridas tantas veces.
La plaza de veía hermosa.
La luna reaparecía una y otra vez entre varias nubes.
Los pájaros cantaban. A las dos de la mañana  la plaza parecía una tarde de primavera, aunque sin sol, sin niños en las hamacas, sin gente transitándola. Tampoco había sonrisas, ni paz.
Quizás, besarnos fuese lo único que nos quedaba antes de nuestra muerte. Tal vez fue ese beso lo que nos salvó de la muerte y entonces, por salvarnos, ya no nos besemos más.
Desde esa noche ya mi mano no podrá acariciarte; mis manos traicionadas mis manos que ya no te pertenecerán para que no las partas.
Quizás el fuego  realmente ya no exista. Los dioses del Olimpo  ya no nos festejaban  y se burlaban de nuestros cuerpos, de nuestros pensamientos que volaban hacia cualquier parte.
Entenderé todo. Podré comprender cada paso, cada razonamiento, cada tiempo de tu soledad. Será que te conocí tanto y supe de tu maravilla.
Me alegró que me hayas recordado justo entonces y que estés ahí en el momento exacto en que tenía algo para darte.
Te ofrecí aquel obsequio que una vez significó compañía. Te lo dejé en las manos temblorosas, te lo dejé para vos, para que te lo lleves con tu historia nueva. Me pareció una buena idea, necesaria. Lo ibas a necesitar como amuleto, para encontrar la paz y para espantar la soledad de mierda, la soledad que te asusta y te hace triste. Te hace lejos.
Estaba oscuro. Estaba el recuerdo de lo que fuimos, porque fuimos tan grandes tan valientes tan guerreros. Fuimos hermosos pensamientos. Profundos sentimientos. Fuimos todo.
A este amor  lo desaparecimos vos con tus cosas y yo con las mías.
Esa noche nos miramos a los ojos por última vez. Y luego, al final de todo, mientras volvíamos por aquellas calles recorridas, el invierno  congeló los pasos.
Se resquebrajó el camino. Fuimos nuevos continentes.

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