miércoles, 29 de abril de 2009

Mundos de aquí y de alla




Estamos insertos dentro de un mundo complejo. Entonces, podríamos decir que cada uno de nuestros días se relaciona con ello.
Trabajo en la Escuela Ponciano Vivanco. Nunca había escuchado ese nombre hasta el mismísimo momento en que el destino me dirigió hasta aquí.
A partir de entonces, soy de “la Ponciano” y seguramente, ya nunca dejaré de serlo. No importan los traslados, las titularidades ni los cargos por mayor jerarquía. La Ponciano llegó para quedarse.
La escuela Ponciano Vivanco queda en el barrio de Lugano (la vereda de enfrente es el barrio de Mataderos). Estamos situados a dos cuadras de la Villa 15, conocida como “Ciudad Oculta”.
Nuestra comunidad esta formada en un noventa y cinco por ciento con niños de allí.
La Escuela es de jornada completa. Convivo ocho horas del día, cinco veces por semana, con estos niños a los que a veces veo más que a mi propia familia.
Aún así, una y otra vez, cada día, vuelvo aquí con convicciones renovadas, con energía recargable para retomar los infinitos caminos posibles de cada jornada.
Vengo aquí porque es mi rol el educar, el transformar, el recrear cuestiones.
Pero lo que me trae una y otra vez es la convicción de que este es el lugar donde quiero estar haciendo mi labor.
Cada día de trabajo da una cantidad de vivencias que suman y restan por momentos, pero que siempre nos ofrece la oportunidad de crecer y mostrar que mil veces vale la pena trabajar incansablemente para lograr las metas.
El quehacer docente es renovador, enriquecedor, nos quita y no da energía permanentemente.
Cada jornada atendemos innumerables cuestiones: ¿quién lleva la bandera? ¿Ya fuiste ayer? ¿Quién reparte el desayuno? ¿Quiénes estamos hoy? Vaya el abanderado a practicar con el profe de educación física. Sí, vaya al baño. ¿Te llevaron al doctor? ¿Desde cuándo te duele? Si te olvidaste el libro yo tengo otro. La tarea era para hoy, ¿no miraste la agenda? No discutan, no se peguen, ¡escuchen! ¡Trabajen! ¡Hagan silencio mientras él lee! Sí, después compartiremos la torta de tu cumpleaños. Después te doy el vuelto de la cooperadora, gracias por tu carta, yo también te quiero mucho, salgan al recreo con cuidado, no empujen. Trátela bien a ella, apúrese que tengo turno de patio… Y cien mil frases más posibles, cien mil momentos compartidos.
Nuestro quehacer queda plasmado a veces en acciones y palabras. Entonces cuando uno cree que ya nada se entendió, justo en ese momento llega el alumno que menos tareas realiza y te dice el resultado de esa cuenta que a nadie le da.
Ese otro alumno que siempre pega golpes a otros te avisa que algo le dio bronca y que esta vez quiere avisarte antes de darle patadas a la nena que lo molestó. Te da la oportunidad de intervenir con palabras y no con los acostumbrados golpes de cada día. O la niña callada que no intercambia ideas ni conocimientos te llama aparte y te pide hablar en la puerta del aula para decirte lo más importante que tenía para decir, el mayor secreto.
Cada día en la Escuela Ponciano no queda guardado en ella. Uno transporta en el colectivo que vuelve a casa las miradas, los recuerdos, las anécdotas de ese día difícil o gran día por el que transitó.
Uno se lleva los besos de la despedida, la nostalgia del hasta mañana, la expectativa de lo que vendrá. Tal vez mañana algo salga mejor, tal vez llegué lo que uno no espera. Pero lo construido se instala y uno no solo se transforma en un docente con nuevos recursos, nuevos pensamientos y mayores herramientas pedagógicas para afrontar mil y una vivencias. También uno crece como un ser humano mejor. Justamente porque estamos insertos en un mundo complejo.